Nuestra Señora del Santísimo Sacramento
Fue San Pedro Julián Eymard, Fundador de la Congregación del Santísimo Sacramento en 1856, que llevó a la máxima exaltación hasta entonces, la devoción a la Eucaristía con la exposición perpetua y solemne; esa fue la originalidad de su fundación. Su celo lo llevó a ambicionar y a trabajar con empeño para que la adoración perpetua se estableciese en el Cenáculo, en el propio lugar en que Nuestro Señor instituyó el Divino Sacramento. Pero, a pesar de sus esfuerzos para lograr ese objetivo tan simbólico y genial, no pudo concretizarlo.
Como no podía dejar de ser, el santo era un gran devoto de María Santísima; Ella le inspiró la idea y le animó a realizar su providencial Congregación. Escribió una breve meditación mariano-eucarística destinada a sus hijos espirituales que interesará a los fieles amantes de la Eucaristía:
“Nuestra Señora del Santísimo Sacramento es el nombre nuevo de algo muy antiguo. Se veneran con razón todos los misterios de la vida de la Madre de Dios. Las almas contemplativas han encontrado en la vida de María en Nazaret un ejemplo, como los corazones desolados una consolación en la Virgen Dolorosa.
Hay en todas las acciones de los Santísima Virgen, una gracia que nos lleva suavemente a honrarlas y a imitarlas, cada uno siguiendo su propia vocación. Pero, no olvidemos que María vivió más de quince años después de la Ascensión de su Divino Hijo ¿En qué fueron ocupados esos largos días de exilio, y qué gracia encierra esta importante parte de la vida de nuestra Madre? El libro de los Hechos (2, 42) lo indica muy claramente. Está dicho ahí que los primeros cristianos vivían en la paz, la unión, la caridad ardiente; perseverando en la fracción del pan.
Vivir de la Eucaristía y para la Eucaristía, reunirse en torno del tabernáculo para cantar himnos y cánticos espirituales; he ahí el carácter distintivo de la Iglesia primitiva. El Espíritu Santo lo ha consignado en la sublime historia eclesiástica redactada por San Lucas: tal fue también el resumen de los últimos años de la Santísima Virgen María, que reencontraba, en la adorable Hostia el fruto bendito de sus entrañas, y en la vida de unión con Nuestro Señor en el Tabernáculo, los dichosos tiempos de Belén y de Nazaret. ¡Oh sí! Es María, sobre todo, que perseveraba en la Fracción del Pan.
Almas eucarísticas, que queréis vivir para el Santísimo Sacramento; que habéis hecho de la Eucaristía el centro de vuestras vidas, y de su servicio, vuestro único trabajo, María es vuestro modelo; su vida, vuestra gracia: perseverad como Ella en la fracción del Pan.”
Efectivamente, al considerar la vida de la Virgen, se suele tener en cuenta su presencia en Belén, en Nazaret o en el Calvario, pero se deja de lado el tiempo en que, ya sin la presencia física de Jesús como la tuvo hasta la Ascensión, Ella continuó en Su compañía a través de las Especies consagradas que palpitaban en su pecho sin interrupción, y que se renovaban cada vez que volvía a comulgar. Un piadoso autor antiguo, Bernardino de París, afirma que Jesús, al instituir el Sacramento, tuvo en vista principalmente a su Madre, a fin de que la más excelsa de sus obras fuese recibida por la más noble y santa de sus creaturas.
María Santísima fue la única que mantuvo la Fe íntegra, cuando Jesús estuvo en el sepulcro. Después de la Resurrección, animó a los discípulos, los mantuvo unidos y expectantes y propició la venida del Espíritu Santo; instruyó a los apóstoles con su testimonio, sus consejos y los relatos de la vida de su Divino Hijo ¿Quién sino Ella pudo narrar a San Lucas los episodios de la infancia de Jesús que están estampados en su Evangelio? ¿Y qué confidencias no recibió de Ella San Juan, entregada a sus cuidados por Jesús desde la Cruz? Con razón María es Madre de la Iglesia, porque desde sus comienzos, Ella estuvo dándole ejemplo, fuerza e instrucción ¡misión que continúa desde el Cielo!
Sí, y a lo largo de la historia, la Iglesia ha ido creciendo en santidad, siendo que los pecados de sus miembros no llegan a desfigurarla en su substancia. Cristo “se entregó a Sí mismo por ella, para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la palabra, y para presentársela gloriosa, sin mancha, ni arruga, ni nada semejante, sino santa e inmaculada” (Ef 5, 25-27). Por la fuerza de la Eucaristía y bajo em manto de María, no se piense que la Iglesia “sobrevive” en las diversas crisis por las que pueda atravesar ¡Ella se renueva y progresa en permanencia!
El desarrollo del culto al Santísimo Sacramento es un aspecto de ese crecimiento continuo. Si es verdad que últimamente se han cerrado tantas iglesias -y algunas hasta han sido profanadas- no es menos cierto que el fervor y la sed eucarística se potenció, aquí y allá. Por ejemplo, en las iglesias y capillas de la Sociedad de Vida Apostólica Virgo Flos Carmeli -a la que pertenece quien escribe estas reflexiones- y siempre con el cuidado de las debidas normas prudenciales, la adoración al Santísimo y la celebración de Misas, orando por las necesidades de la Iglesia y del mundo, se vienen sucediendo sin interrupción desde hace años. Más recientemente, las intenciones de la adoración y de las Misas se centran especialmente en los enfermos, en los difuntos y en sus familias.
Esta realidad fulgurante no brilla a los ojos paganizados del mundo, pero sí ante el trono del Altísimo ¡Cuántos beneficios compran y cuántas desdichas evitan! Sí, la oración a los pies del Señor Sacramentado conquista señaladas gracias.
Las muchas horas que San Pedro Julián pasó junto al Santísimo -en el altar, ante el sagrario o durante la exposición- ya le merecieron la visión sin velos en el Cielo del Dios que adoró oculto en la Eucaristía, y de Nuestra Señora del Santísimo Sacramento, su Santa Madre. Porque disfrutar para siempre junto a Dios y a la Virgen es el maravilloso destino eterno de los adoradores de todos los tiempos.
P. Rafael Ibarguren EP