Aprovechar el tiempo

Aprovechar el tiempo

En general, a las personas comprometidas en obras de bien­ -ya sea en el ámbito familiar, parroquial, o de algún movimiento- les falta tiempo para llevar a cabo todo lo bueno que se proponen hacer. Quisieran tener más disponibilidad, más medios, más colaboradores, más influencia…

A raíz de la actual pandemia, las relaciones interpersonales, bien como tantas actividades, han sido restringidas, cuando no suprimidas. Así, por un lado, todos han quedado más libres y disponibles y, por otro, más limitados en su accionar y más aislados. ¿Habrá, en estas duras y peculiares circunstancias, alguna ventaja a sacar?

Consideremos que, así como una moneda tiene dos caras, así también sucede con el espíritu humano, con las personas. Una de las caras es la vida activa, exterior; la otra es la vida interior, es decir, lo referente a la vida del alma, del intelecto, del pensamiento, de la oración, etc.

Ambas importan, siendo que la prioridad cabe a la vida interior, como vemos en Betania, donde “María escogió la mejor parte” (cf. Lc. 10, 42). En la ocasión, las hermanas de Lázaro estaban recibiendo en su casa al Maestro, y cada una valoraba su presencia a su modo: Marta se afanaba en servirle con esfuerzo mientras que María le escuchaba, encantada, a sus pies ¿Estarían ambas dando al Señor tanto cuanto Él podía esperar de ellas?

Del relato evangélico parece desprenderse que a cada una le faltó algo de la “otra cara de la moneda”, ya que la perfección consiste en tener, a la vez, la disposición de contemplar y de trabajar. O, si se quiere, de transitar las vías mística y ascética en armonía… siempre dando prioridad a “la mejor parte”.

Ahora, sucede que, al trabajar por el Reino de Dios, las personas suelen descuidar la relación personal e íntima con Él, lanzándose a la arena de las obras, con la ilusión de que le están sirviendo bien, y, en realidad, muchas veces no se hace más que el ruido “de un bronce que suena o de un címbalo que retiñe” (1Cor. 13,1). Es que, sin el empeño de amar a Dios y de estar al día con Él, las labores son infecundas. Podrán ser muy vistosas, pero no tienen mayor importancia y hasta pueden llegar a ser contraproducentes.

Hay un escrito de San Juan de la Cruz que ilustra bien este fenómeno de la ilusión, tan corriente entre los fieles, de que haciendo cosas -cosas buenas, sin duda, pero sin la visualización debida- contentan a Dios y se justifican a sí mismos. Como se sabe, este Santo es un místico carmelita de alto vuelo que tiene, además, una pluma exquisita. Es Doctor de la Iglesia, lo que significa que su enseñanza no es banal, es válida para todas las personas, en todos los tiempos. Comentando la canción 29 de su Cántico Espiritual, así escribe:

“Adviertan aquí los que son muy activos que piensan ceñir al mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más provecho harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios (dejando aparte el buen ejemplo que se daría) si gastasen siquiera la mitad de este tiempo en estarse con Dios en oración (…) Entonces harían más y con menos trabajo, y con una obra más que con mil, mereciéndolo su oración y habiendo cobrado fuerzas espirituales en ella; porque, de otra manera, todo es martillar y hacer poco más que nada, y aun a veces nada, y aún a veces daño”.

Estas frases son del género prosa, aunque saben a magistral poesía. Mucho se lucrará en releerlas, “rumiarlas”, meditarlas y, sobre todo, en ponerlas en práctica. Las “buenas obras” de quien descuida la amistad con Dios, no son de Dios; son obras muertas, sin mérito, y no cuentan para la vida eterna.

De este vicio del activismo con descuido espiritual, no estuvieron exentos en su tiempo los seguidores de Jesús. Después de presenciar el portentoso milagro de la multiplicación de los panes, algunos se acercaron al Señor para preguntarle: “¿Qué debemos hacer para practicar las obras de Dios? Jesús respondió: “La obra de Dios es que crean en Aquel que Él envió” (Jn. 6, 28-29). Volvamos al pasaje evangélico; preguntan “¿Qué obras hacer?”, y Nuestro Señor les responde que lo que hay que hacer un acto de fe: “La obra de Dios es que crean en Aquel que Él envió”. Aunque eran personas buenas que querían ser útiles, no parece que hayan comprendido a fondo la respuesta.

La cita del Evangelio de San Juan y la enseñanza del Santo carmelita son muy apropiadas para meditar ante el Santísimo. Porque si la obra de Dios es creer en su Enviado, entonces nada como la Eucaristía para hacer un acto de fe, de fe específica en la manera como Él quiso permanecer en su Iglesia para ser adorado, celebrado y comido; fe en Su presencia real en la Eucaristía que es, por excelencia, el misterio de la Fe.

Entonces, querido lector ¿cuánto tiempo estamos dando a la vida de fe y cuánto a las actividades exteriores? No se trata de calcular y dividir matemáticamente esos tiempos ¡Pero no demos a Dios poco, apenas algo… o nada!

La imposibilidad física de no poder estar presencialmente ante el Santísimo, no constituye un obstáculo para hacer actos de fe, de esperanza y de caridad en el Divino Sacramento. Precisamente, la separación puede potenciar la relación; así sucede con las personas que se quieren mucho: sintiendo la ausencia, aumentan la añoranza y alimentan el deseo del reencuentro.

Demos tiempo al cultivo de la amistad con Dios y volemos en espíritu hacia algún sagrario, próximo o lejano, para adorarlo, haciendo, por ejemplo, una comunión espiritual. Del Santísimo parte la energía que dará fecundidad a todos los emprendimientos y buenos propósitos, “porque de otra manera, todo es martillar y hacer poco más que nada, y aun a veces nada, y aún a veces daño”. “Más provecho harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios -dejando aparte el buen ejemplo que se daría- si gastasen siquiera la mitad de este tiempo en estarse con Dios en oración”. Definitivamente, es así.

Los antiguos solían decir: “fugit irreparabile tempus”, el tiempo se nos escapa, huye irremediablemente ¡Cuánto se desaprovecha! Se suele perder el tiempo en banalidades o entre lamentos y reclamos, en vez de utilizarlo para la alabanza, la reparación, la petición, la acción de gracias… ¡la vida del alma!

 

P. Rafael Ibarguren EP