Los “tiempos” de la Eucaristía

Los “tiempos” de la Eucaristía

“Nemo repente fit summus” dice un proverbio latino, “nada de grandioso se
hace repentinamente”. Habitualmente, las cosas grandes se gestan a lo largo
de un tiempo prudencial hasta que acaban madurando y florecen. Ahora, si hay
algo que pueda calificarse como sumo con toda propiedad, es la Eucaristía.
¿Puede haber algo de más grande que un Dios tan a nuestro alcance?
Es claro que la ella supone la Encarnación y la Redención, es en ese contento
que debe ser situada. Pero, a los años de vida de Nuestro Señor en la tierra,
anteceden los milenios del Antiguo Testamento en los que la Providencia fue
preparando al pueblo de la Alianza para llegar a la plenitud de los tiempos en
que se daría la institución del sacramento eucarístico.
“Nada de sumo de hace de repente”. Si bien lo acaecido en la Última Cena
habrá superado las expectativas de los Apóstoles, toda una instrucción previa
los predisponía a reconocer el dedo de Dios en el operar del Maestro.
En Cafarnaúm Él se había presentado a sus discípulos como “Pan de Vida”,
instruyéndolos sobre la necesidad de comer su carne y de beber su sangre
para tener vida eterna. “Trabajad no por el alimento perecedero sino por el
alimento que dura hasta la vida eterna que os dará el Hijo del hombre” (Jn 6, 27).
Asimismo, el Señor diera muestras de su poder omnipotente sobre la
naturaleza cambiando el agua en vino en Caná, multiplicando los panes en la
montaña o caminando sobre las aguas en el mar de Tiberíades. Y también
evidenció el imperio sobre su propia Persona al transfigurarse en el Tabor.
Estos y otros acontecimientos preparaban a los discípulos para lo que
sucedería en el Cenáculo, la noche en que sería entregado.
Retrogradando en el tiempo, reparemos como la Eucaristía fue prefigurada en
el Antiguo Testamento. Para eso, citamos al teólogo contemporáneo Martínez
Puche, OP. Su explicación es luminosa, digna de un hijo de Santo Domingo:
“En este sacramento se pueden considerar tres cosas: lo que es solo
sacramento: el pan y el vino; lo que es sacramento y efecto: el verdadero
Cuerpo de Cristo; lo que tan solo es efecto: la gracia.

En cuanto al sacramento solo, su figura principal fue la oblación de
Melquisedec, que ofreció pan y vino; en cuanto a Cristo paciente, que es lo
que se contiene en él, fueron figuras todos los sacrificios del Antiguo
Testamento, principalmente el sacrificio de la expiación, que era solemnísimo;
en cuanto al efecto, fue figura el maná, que “contenía en sí, la suavidad de
todo sabor” (Sab. 16, 20), como la gracia de este sacramento, que nutre al
alma para todo.
Pero el Cordero Pascual lo figuraba en las tres cosas. En la primera, porque
se comía con pan ácimo: “Comerán carne con pan ácimo” (Ex 12, 8). En la
segunda, porque lo inmolaba la muchedumbre de los hijos de Israel en la
decimocuarta luna; con lo que se figuraba la pasión de Cristo, quien por su
inocencia se llama cordero. Y, por último, en la tercera, porque la sangre del
cordero pascual protegió a los hijos de Israel del Ángel devastador y los liberó
de la servidumbre de Egipto.
Por todo ello, el Cordero Pascual es la principal figura de este sacramento,
pues lo representa bajo los tres aspectos”. (Martínez Puche, OP. “Diccionario
teológico de Santo Tomás”, Edibesa, Madrid, 2003, p. 328).
Si bien la Eucaristía fue prefigurada, después anunciada y, por fin, instituida; si
es verdad que se celebra desde hace dos mil años, que a su respecto el
Magisterio es pródigo en enseñanzas y la historia llena de beneficios operados
por ella, para los católicos que la consideran con devoción es siempre un
portento que causa asombro ¡Un Dios que se inmola y se da en alimento!
Pero hay algo que también asombra; es que después de los milenios de espera
implícita en el Antiguo Testamento, después de todo el tiempo que llevamos en
la era cristiana disfrutando de la Presencia Real, después de conocer las
gracias con que la Eucaristía viene favoreciendo a tantas almas… la afección
por ella sea tan pobre en la mayoría de los cristianos y su celebración se preste
a descuidos y hasta a sorprendentes excentricidades en nuestros días, cuando
la Iglesia la reglamenta con cánones y rúbricas bien precisas.
Consideremos que hasta no hace tanto tiempo – digamos, hasta mediados del
siglo pasado – era común ver las iglesias siempre abiertas y visitadas, siendo
la Misa dominical una cita obligada; eran frecuentes las bendiciones del
Santísimo, la adoración nocturna o perpetua, las cuarenta horas, las primeras
comuniones celebradas con mucho decoro, las procesiones del Corpus lucían
festivas, no eran raros los Congresos Eucarísticos diocesanos o nacionales.
Hoy en día, pasa por encima del precepto dominical cualquier ocupación o
esparcimiento, o, simplemente, el “dolce far niente”. Los sagrarios, en general,
permanecen solitarios. En cuanto a la exposición, se lleva a cabo en ciertas
parroquias, aunque con escasa asistencia. Y cuando hay compromisos en
turnos de adoración, suelen ocurrir ausencias, negligencias. Para peor, el covid
logró alejar a muchos fieles de la Iglesia, fieles que no se deciden a volver; es
la “cosecha” previsible de templos cerrados y de falta de sacramentos.

Por otro lado, hay que decirlo, existen fidelidades ejemplares y signos que
apuntan a un renacer. Sin duda pronto veremos al culto eucarístico floreciente.
Dos razones respaldan esta certeza, una de orden sobrenatural y otra, natural.
La primera es que a la vista de los agravios hechos al Santísimo – vasta gama
que va desde la indiferencia hasta la profanación – y del daño operado en la
espiritualidad de los fieles, se impone una intervención extraordinaria de la
Providencia. Más, Dios tiene sus “tiempos” … esperemos. En segundo lugar,
por el movimiento pendular que se verifica en los acontecimientos históricos.
En lo que nos preocupa, el péndulo está llegando – si es que ya no llegó – al
límite de un ciclo; naturalmente, pronto iniciará el itinerario inverso que le cabe.
En todo caso, el Señor permanece y se abre camino en su adorable misterio.

 

 

P. Rafael Ibarguren EP