Oro, incienso y mirra
“Entraron en la casa, vieron al Niño con María, su Madre, y cayendo de rodillas lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra” (Mt 2, 11).
Cuán apropiado es el homenaje que los Magos rindieron al Niño Jesús con esos tres elementos de la naturaleza que simbolizan la realidad que María tenía en sus brazos: un Rey, un Dios y un hombre. El oro representa el poder y la riqueza; el incienso, la oración que sube al trono del Altísimo como aroma agradable; y la mirra, el sufrimiento propio a nuestra condición mortal.
La mayoría de las representaciones pictóricas que evocan la escena, nos muestran a los Magos ofreciendo sus regalos en cantidades mezquinas que caben en unos cofrecillos. Eso no corresponde a la magnificencia de las usanzas orientales ni al encanto que movía a estos nobles potentados que se dislocaban en caravana. Por cierto ¡habrán sido muy pródigos en sus dones!
Ahora bien, si valieron en su momento aquellas valiosas ofrendas depositadas a los pies del Salvador recién nascido, valen también hoy las mismas – oro, incienso y mirra – para homenajear al Santísimo Sacramento, presencia real del mismo Señor resucitado.
Rey de reyes, con derecho a un trono que exceda en magnificencia al de Salomón, cabe a Jesús Sacramentado el oro que con razón llega a embellecer vasos sagrados, sagrarios y ostensorios… y los hombres de corazón tacaño le damos tantas veces un culto que equivale a metales ordinarios y de mal gusto.
Dios verdadero, digno de adoración perpetua… recibe de sus creaturas en su sacramento no un incienso deleitable sino el humo turbio de la indiferencia, cuando no, de los desaires y hasta de las profanaciones.
Víctima inmolada en la Misa, desde la divina Hostia espera que completemos en nuestra carne la obra redentora consumada por Él al derramar su Sangre… e, ingratos redimidos, corremos atrás de gozos y preocupaciones materiales, haciendo infecundo el sacrificio del Calvario en nuestras vidas.
Consideremos que el maravilloso misterio de un Dios que asume nuestra naturaleza, es afín a ese otro “nacimiento” ocurrido durante la celebración eucarística. Es el mismo Jesús que se hace presente para ser adorado por los fieles, como otrora lo fuera por María y José, por los coros angélicos, por los pastores y los reyes.
Transcurridos dos mil años de este acontecimiento, de alguna manera las circunstancias se repiten. Como en la ciudad de Belén, que cerró sus puertas al sagrado matrimonio y al Niño por nacer, en los conglomerados urbanos de nuestros días se considera la Navidad mucho más como un acontecimiento comercial que como una solemnidad religiosa; las personas ponen el acento en las comidas, en los regalos y en los paseos, descuidando lo esencial.
Si es verdad que en el pesebre que adorna los hogares de los que no se avergüenzan de su fe reposa la figura del Niño bendito, resulta que en los tabernáculos ese mismo Niño está a nuestra espera, no en imagen de madera, yeso u otro material, sino vivo y glorioso bajo las apariencias de pan, ansioso de recibir nuestra visita, de compartir su amistad y de darse en alimento.
Los Reyes Magos son modelo de adoradores. Siguiendo su ejemplo, debemos dar culto al Verbo encarnado adorando a Jesús en la Eucaristía. Ellos viajaron muchos días desde un país distante guiados por una estrella misteriosa ¡Y nosotros lo tenemos tan cerca! A veces es caminar escasos metros hasta donde nos espera en el tabernáculo, el altar o la custodia. La estrella que nos guía se llama fe, virtud sobrenatural, que conduce a Aquel que otrora estaba esplendente en el regazo de la Virgen Madre.
Tenaces en su propósito, los Magos pasaron por encima de desmentidos que desanimarían a cualquiera, triunfando así sobre probaciones enormes. Las pruebas no fueron tanto las distancias e inseguridades de un largo viaje, fueron especialmente los desconciertos al ver que en el entorno de la ciudad de David y hasta en Jerusalén, nadie sabía del nacimiento de su Rey; no había expectativa, mucho menos júbilo, la alegría no reinaba en los corazones.
Por fin, cuando encontraron al Niño, los Magos se depararon con la sorpresa de que el poderoso Rey que venían a adorar era un humilde chiquillo que no habitaba en un palacio ni recibía los homenajes de rigor por parte de súbditos agradecidos… ¡a no ser la adoración de María y José, y ahí ¡con qué calor! Entretanto, aquel ignorado Niño era príncipe de la augusta estirpe de David, el esperado de las naciones; era, sobre todo, el Hijo unigénito del Padre.
Así está también el Santísimo en nuestros días: oculto y desconocido.
No pensemos que es el oro, precioso metal, lo que espera de nosotros el Señor, ni el deleitable perfume de un incienso material, tampoco la oferta de alguna exquisita planta resinosa. De los fieles Él desea disposiciones interiores que correspondan a esos símbolos: Almas nobles, que irradien el suave olor de Jesucristo, reproduciendo en sí, en la medida de la vocación especifica de cada uno, los sufrimientos redentores. “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt 16, 24).
Alguien podría pensar que hablar de cruz y de sufrimiento es apropiado para el adviento, no para el gozoso tiempo navideño, pero no es así. La cruz se ajusta a todo el año litúrgico, porque ella acompañó la trayectoria del Divino Infante, desde la gruta de Belén hasta su sepultura… de donde resucitaría triunfante. Su inmolación se perpetúa de forma incruenta cada día en la Santa Misa y así será hasta el fin de la Historia cuando retornará glorioso.
Concluyamos diciendo que una reflexión navideña comporta sin duda alegría – y mucha alegría – pero no puede excluir la nota de gravedad que impregnó toda la andadura del Salvador en su vida mortal. Tal meditación debe, además, motivar a los fieles a considerar su triunfo final y definitivo. Son dos venidas; no nos detengamos solo en la primera, esperemos ansiosamente la segunda.
P. Rafael Ibarguren EP