LA CRISIS DE FE Y EL MENSAJE DE FÁTIMA

LA CRISIS DE FE Y EL MENSAJE DE FÁTIMA

 

“Estamos ante una profunda crisis de fe,

ante una pérdida del sentido religioso,

que constituye el mayor desafío para la Iglesia de hoy”,

afirmaba el Papa Benedicto XVI.

 

En una de las entrevistas que realizaron a la Hermana Lucía, la mayor y única sobreviviente durante muchos años de los Pas- torcitos de Fátima, a raíz de las cuales fueron publicadas pos- teriormente sus Memorias, cuando aún no había sido dado a conocer el tan esperado Tercer Secreto de Fátima, respondió: “Está todo en los Evangelios y en el Apocalipsis, leedlo”. Frase que a muchos dejó llenos de perplejidad.

Lo que fue llamado Tercer Secreto constituye, como ya hemos tenido oportunidad de explicar, la tercera parte de un mismo secreto. La Virgen había pedido que fue revelado en el año 1960, pero, por circunstancias que no están aún claras, fue dado a conocer en el año 2000. No fueron pocos los especialistas en Fátima, escritores de todo tipo, entre ellos destacados periodistas, que comenzaron a levantar todo tipo de observaciones, tanto al texto como a lo que se llamó de “interpretación teológica” del mismo, aseverando taxativamente de que no habría sido revelado en su totalidad. Ante este comentario interpretativo surgieron, dentro del comprensible derecho de disentir, afirmaciones, bien documen- tadas, sobre la hipótesis de que pueda existir una parte aún no revelada.

La década del sesenta –fecha límite que la Virgen pidió fuera revelado el

Mensaje en toda su plenitud– fue marcada por un optimismo, que abría camino a los convulsionados momentos del mundo y de la Iglesia que se viven hoy. Los pastorcitos –que llegaron a ser calificados como “profetas de calamidades”– realmente vaticinaron las tragedias que vemos en los días de hoy, tanto en el campo temporal como en el espiritual. Ellos fueron heraldos de un Mensaje de advertencia, misericordia y triunfo de la Santísima Virgen en ese lejano año de 1917.

Quiso la Virgen hablar a tres pequeños pastorcitos analfabetos para un mundo lleno de un “saber” alejado de Dios, que caminaba a un “progreso” que, al contrario de llevar a la tan deseada paz y tranquilidad, encamina a la destrucción y a la desesperación.

“Estamos ante una profunda crisis de fe, ante una pérdida del sentido religioso, que constituye el mayor desafío para la Iglesia de hoy”, afirmaba el Papa Benedicto XVI (2 7-01-2012).

No solo los fieles creyentes, sino también sacerdotes y obispos, observan con preocupación cómo los que van regularmente a la iglesia son cada vez más ancianos, y su número disminuye continuamente; cómo hay un estancamiento de las vocaciones al sacerdocio; cómo crecen el escepticismo y la incredulidad.

Ante eso no puede dejar de surgir un preocupante interrogante: ¿la Iglesia estaría exenta de esta crisis? No pareciera, al menos en el pensamiento de Benedicto XVI, que afirmaba en Friburgo a los miembros del Consejo del Comité Central de los Católicos Alemanes: “la verdadera crisis de la Iglesia en el mundo occidental es una crisis de fe” (24-9-2011).

Crisis de la Iglesia, crisis de fe, términos que nos llevan a pensar en las proféticas palabras de Nuestra Señora al mundo comunicadas a los tres pastorcitos portugueses, pero que de hecho, en el texto conocido, no están las palabras “crisis de la Iglesia” o “crisis de fe”. Circunstancia que no deja de llamar la atención de los diversos investigadores del conocido Mensaje.

Ante este panorama tan brumoso, considero apropiado transmitir las palabras esclarecedoras y valientes del arzobispo de Évora (Portugal), monseñor Fran- cisco Senra Coelho, el 22 de abril pasado en el Santuario de Fátima, con motivo del XVIII Encuentro del Apostolado del Oratorio de los Heraldos del Evangelio en ese país.

Reflexionaba el citado arzobispo, durante su magistral homilía, sobre los momentos que todo el orbe vive la alegría y el júbilo del Tiempo Pascual de la Resurrección del Señor. Pero, por otro lado, agregaba: “no podemos cerrar los ojos para la dolorosa realidad que nos cerca”, “este es, de hecho, un momento doloroso para la Iglesia, esta institución divina que, a semejanza de su Divino Fundador, pasa actualmente por un dolorosísimo calvario. Sin exageración, podemos afirmar que la Esposa Mística de Cristo vive hoy su Vía Crucis. Combatida y difamada por sus enemigos, llagada, abofeteada, coronada de espinas. Se repite hoy la escena del ‘Ecce Homo’, en la cual la Iglesia es ultrajada y apuntada como pecadora”.

“¿Quién la defenderá? ¿Quién estará con la Iglesia? En un tiempo en que tantos

se apartan de la Fe, en que la ortodoxia de la doctrina perenne del Evangelio es arrojada por tierra, presionada por multitudes que se proclaman ‘aggiornatas’ (actualizadas), en que naciones, otrora cristianas, se venden a los vientos ignominiosos de la moda, ¿quién estará junto a nuestra Madre, la Iglesia? ¿Quién luchará por Ella?”

“Queridos hermanos –exhortaba con firmeza–, ruego para que cada uno de nosotros permanezca fiel en estos tiempos”, y continuaba diciendo que, al mirar la gran familia de los Heraldos del Evangelio, veo que “son auténticos campanarios que tañen las campanas imperecederas de la tradición, campanas siempre antiguas y siempre nuevas, que cantan las glorias del pasado, y al mismo tiempo, el esplendoroso porvenir de la Iglesia”, “en medio de los vientos impetuosos que se abaten sobre la Esposa Mística de Cristo”, “con una fidelidad diamantina y audaz ”.

Dirigía, a los casi 9 mil asistentes a la celebración, el señor arzobispo de Évora, “una palabra de confianza. De confianza sí, pues hoy todos vivimos tiempos difíciles, que requieren mucha confianza. Y hablar de confianza significa hablar de fidelidad; pues, delante de los tormentosos tiempos que vivimos, ¡solo sabrán ser fieles aquellos que supieran confiar!”

Finalmente resaltaba, a los asistentes a la Eucaristía solemnizada por los Heraldos del Evangelio, que la veía marcada en toda su dimensión litúrgica: “por gestos, posturas, bellísimos paramentos, envolventes cánticos, todo eco de la multisecular liturgia de la Iglesia, siempre fiel a sí misma, en caminata serena y majestuosa a lo largo de la Historia, como Reina de sagrado y majestuoso porte, que va enseñando a los hombres la magnificencia de Dios y el culto ver- daderamente agradable a Dios”.

“Sean heraldos de la fidelidad –exclamaba enérgicamente al finalizar su homilía– pues la Iglesia tiene las promesas del Salvador, de que ‘las puertas del infierno no prevalecerán contra Ella’”.

 

P. Fernando Gioia, EP

Heraldos del Evangelio