El valor de una Misa
Una Misa ofrecida y oída con devoción, puede valer más para la propia salvación que mil Misas celebradas por la misma intención después de la muerte, ha escrito San Anselmo (siglo XI). Por su parte, San Juan Crisóstomo (siglo IV) nos instruye con este dato definitivo: la celebración de la Misa vale tanto cuánto vale la muerte de Cristo en la Cruz.
Y un teólogo contemporáneo, el español Antonio Royo Marín (+2005), explica que una sola misa glorifica más a Dios que toda la gloria que le dan todos los santos del cielo, incluida la Santísima Virgen, durante toda la eternidad. ¡Oh riquezas inmensas de la Santa Misa!
Cada vez que se celebra la Misa, nuestra redención se hace presente y operante. El Catecismo de la Iglesia Católica en su numeral 1085 refiere que con la celebración de la Misa, el Misterio Pascual (vida, pasión, muerte y resurrección de Cristo) se torna permanentemente presente en el tiempo. El triunfo de Cristo es el único acontecimiento que permanece y que no pasa ¡gracias a la Misa! La Misa tiene un valor inconmensurable, infinito.
Es en el curso de la Misa, y solo en ella, donde se consagra el pan que será reservado para ser alimento de los fieles y objeto de adoración para los ángeles y los hombres.
Resulta tristísimo que tantos católicos no cumplan con su obligación dominical de santificar el día del Señor con la participación en la Eucaristía. Prescindir de ir a Misa en los días de precepto es mucho más que una omisión monumental, es una falta grave. Además, la Misa no es solo una obligación que nos compromete, es también una necesidad apremiante con la cual hay que contar absolutamente si queremos alcanzar la salvación.
Pobres de nosotros si pasamos una vida entera descuidando este compromiso, aunque tengamos todos los bienes y felicidades que nos ofrece el mundo. En cambio, dichosos aquellos que al menos una sola vez en su vida han participado de la Misa devotamente: eso pesará en la balanza de la justicia, cuando llegue el día del arreglo de cuentas.
Sucede que la mayoría de las personas desconoce lo que es la Misa. Sabe que es algo sagrado que está pautado por un ritual venerable, pero no llega a penetrar en la médula de la cuestión. No porque la Misa sea un enigma indescifrable sino por falta de formación religiosa, de cultura católica. Hay desconocimiento porque no hay interés y hay desinterés por falta de conocimiento; parece círculo vicioso aparentemente insoluble…
Cuenta el libro de los Hechos de los Apóstoles que el apóstol Felipe se encontró en un camino con un potentado etíope que leía en su carruaje un pasaje de Isaías y le preguntó “¿entiendes lo que lees? Y él dijo: ¿Y cómo podré entender si alguno no me explica?” (Hechos 8, 30)
He aquí el drama de nuestro tiempo y, en mayor o menor medida, el drama de todos los tiempos: el hecho de que los operarios de la viña del Señor sean tan pocos y de que, por consiguiente, los fieles no estén debidamente formados e informados, cuando no, que estén tan deformados.
La humanidad contemporánea sufre de una orfandad inmensa en materia religiosa, mientras que en otros campos se le ofrecen explicaciones sobre todas las cosas del mundo habidas y por haber, desde las menos relevantes hasta las que llegan a tener una importancia… relativa. Pero para lo que es supremamente importante como son las cosas que se refieren al espíritu, no hay explicaciones válidas al alcance, a veces por negligencia de los mismos pastores.
Entretanto, hay Alguien que persiste, suave y tenazmente, en enseñarnos las cosas que importan: es Jesús, el Divino Pastor, desde su presencia real en la hostia consagrada. Es el Verbo hecho carne que se da en alimento para instruirnos y divinizarnos. ¿Nos rendiremos a sus pies para recibir de esa cátedra que es la Eucaristía, la Vida eterna y la resurrección gloriosa tal como lo prometió Jesús en Cafarnaúm? (Jn. 6, 54).
Si comprendiésemos la excelencia y los frutos de una Misa, por nada del mundo dejaríamos de participar de ella los domingos y hasta los mismos días de la semana. Pero resulta que las visitas al Santísimo ¡ya nos nutren de las gracias que se reciben en la Misa, son la antesala de la celebración!
“Rabbí -que traducido significa Maestro- ¿dónde vives? “Vengan y lo verán”, les dijo. Fueron, vieron donde vivía y se quedaron con Él ese día” (Jn. 1, 38-39). Lo mismo que a los discípulos de entonces nos dice hoy Jesús desde el sagrario a cada uno: “ven y verás”. Él se revela en la intimidad del contacto personal. No hay más que ir y quedarse con Él.
Si valorásemos todo lo que se gana pasando un tiempo junto al Señor Sacramentado -¿será una larga hora, será un minuto fugaz?- no faltaríamos a la cita y acabaríamos transformando el mundo.
Febrero de 2015.- Asunción
P. Rafael Ibarguren EP