Cuando llegue la hora
Había una vez un hombre que preparó una cena e invitó a muchas personas de su ciudad para que vengan a compartirla con él. Cuando estuvo montada la mesa, mandó a sus servidores a decir a los invitados: vengan, está todo preparado.
Con palabras semejantes se inicia una parábola contada por Nuestro Señor en presencia de algunos fariseos (cf. Lc 14, 16-24). Sabemos la continuación de la historia: los convidados se fueron disculpando, dando razones diversas para explicar por qué no acudirían a la cena. Eso irritó al dueño de casa que los excluyó de su amistad e hizo venir en su lugar a los pobres, a los lisados, a los ciegos. Y como no se terminaban de llenar los puestos en la mesa, mandó traer a la fuerza a los que estuviesen fuera de la ciudad, en los cruces de los caminos.
Otra parábola parecida es aún más terrible. Se trata de un rey que invita a un banquete nupcial a personas que no le hacen más el mínimo caso. El rey insiste a través de sus siervos para que vengan, ¡es la hora!… pero los convidados no se importan, y algunos llegan a golpear y a hasta a asesinar a los enviados. El rey enfurecido los mandó matar e hizo incendiar la ciudad (cf. Mt 22, 2-14).
Estas historias contienen una rica enseñanza moral que nos concierne a todos los bautizados. Se aplican inmediatamente a los judíos de entonces, pero su alcance es universal: es para todos los tiempos, todos los pueblos y todos los individuos.
Al no acoger coherentemente el convite que el Señor nos hace de santificarnos asumiendo los compromisos de la Fe, se ofende a Dios, al que tendremos que rendir cuentas. Por gracia, mientras hay tiempo, siempre podremos arrepentirnos, confesarnos y recibir la absolución de nuestras faltas, y así quedar al día con Él… que pasará a olvidarse de las ofensas. Sí, el justo Juez, mientras no llega la hora de la sentencia final, es infinitamente paciente, clemente y misericordioso.
Ahora, estas parábolas que nos hablan de una mesa servida, se aplican a la Eucaristía que es, propiamente, un banquete al que todos somos convidados. A él hemos acudido con encanto el día de la Primera Comunión. Pero resulta que la misma mesa ha permanecido posteriormente servida, siempre a nuestra espera, más… “he comprado un campo”, “he adquirido cinco juntas de bueyes”, “me he casado”, son las excusas que ponemos.
Pensemos en las circunstancias en que, “cuando llegó la hora” (Lc 22, 14), el Señor instituyó la Eucaristía durante la Última Cena. “Con ansias he deseado celebrar este banquete con Ustedes” (Lc. 22, 15); era su última Pascua antes de morir y el festejo de despedida en el que reunía a sus amigos más íntimos. En esa ocasión, Él dejaría, a modo de testamento, su Cuerpo y su Sangre junto con un mandato formal: “Hagan esto en memoria mía” (Lc 22, 19). Los Apóstoles recibieron ese tesoro para perpetuarlo y darlo a los fieles
Entre los doce Apóstoles, solo el traidor contrastó frontalmente con aquel momento sublime. Algunos exégetas piensan que no llegó a comulgar, habiendo salido antes de la institución de la Eucaristía para negociar la vilísima entrega del Maestro por treinta monedas. Otros dicen que sí, que recibió el Divino Sacramento dejando después el Cenáculo y hundiéndose en la noche. En todo caso, si llegó a comulgar, lo hizo sacrílegamente, comiendo y bebiendo su propia condenación. “¡Ay de aquel hombre por quien el Hijo del hombre es entregado!” (Lc 22, 22).
A estas alturas, examinemos nuestra conciencia teniendo como trasfondo las dos parábolas referidas. Es posible que no estemos respondiendo a la altura los convites del Señor. ¿No tendremos que hacer algunos propósitos y dar ciertos pasos? Atención: que no se piense que un examen de conciencia es poner el dedo en una llaga o echar vinagre en una herida… ¡es acogerse a la misericordia de Dios con sinceridad, arrepentimiento y confianza!
Volvamos al Cenáculo. Nuestro examen puede orientarse así: consideremos que, entre la amistad de los once Apóstoles y la malicia de Judas, hay situaciones intermedias, porque no solo se es pésimo o excelente. Ahora, sucede que el estado más generalizado entre los fieles en relación a la Eucaristía, es hoy en día, justamente, de total indiferencia. Se cree en el misterio eucarístico, sí, pero eso no repercute mayormente en la vida personal. ¿Y qué les sucedió a los invitados indiferentes e ingratos de las parábolas? No salieron bien parados…
En relación a la Eucaristía dominical, recibimos no solo una invitación sino una orden con fuerza de ley, un mandamiento: santificar el día del Señor. Además del domingo, hay otras ocasiones en que el banquete está servido y nos espera, por ejemplo, cuando el Señor está expuesto en una capilla de adoración, o cuando está en el sagrario de una iglesia -lo está siempre- aguardando una visita, o, al menos, un saludo breve durante una pausa de mí camino ¡Adorar es también una forma de convivir, de compartir, de banquetear!
Es verdad que en estos últimos meses hemos tenido una excusa: por la pandemia del coronavirus se suspendieron las Misas públicas y se cerraron las puertas de las iglesias. Pero, ¿cómo estaba mi constancia en acudir a la invitación antes del coronavirus? Y, sobre todo, ¿Cómo será mi correspondencia cuando la situación se normalice y el banquete se celebre, cuando llegue la hora?
Concluyamos con una brevísima lección dirigida a los que padecen “desafección”, digámoslo así, en relación a la Eucaristía: Las virtudes son hábitos buenos que se adquieren mediante ejercicios que acaban forjando una segunda naturaleza. Al principio, hay que hacerse un poco de violencia; después, la práctica se establece sin mayor dificultad ¡y hasta se pasa a sentir el gusto de la cosa!
La Virgen Madre nos lleve a su Hijo escondido en el sagrario, sobre el altar durante las Misas o en el ostensorio, cuando expuesto para la adoración.
septiembre de 2020.- Mairiporá, Brasil
P. Rafael Ibarguren EP